Título: La Titanomaquia.
Autor: Eduardo García.
Año: 2020.
Capítulo: "Faetón".
Capítulo anterior: "De Grecia a Egipto".
Tienda: La Titanomaquia.
CAPÍTULO XXXIV
"FAETÓN"
Faetón era hijo del dios Helios quien era encargado de conducir su carro a través del cielo, un rol de mucho peso y responsabilidad, por sus interminables tareas en el Olimpo, el dios nunca tenía tiempo para pasarlo con su hijo.
Faetón se convirtió en un joven arrogante, se sentía tremendamente orgulloso de que su padre era un dios olímpico, y siempre estaba alardeando con sus amigos respecto a eso, claro que, las personas no creían que aquel muchacho fuera el hijo de un dios.
Para demostrárselos, la madre del joven, la oceánide Clímene, le dijo en dónde podría encontrar a su padre, así pues, Faetón se dirigió hacia el esplendoroso castillo de su padre, que relucía como el propio Sol ya que éste estaba hecho enteramente de oro puro.
Faetón le pidió a su padre una prueba de que, en realidad, era su hijo y no de alguien más, a lo que el dios contestó:
“Claro, pídeme cualquier cosa, todo se te será concedido, te lo juro”.
“Está bien, déjame pensar… permíteme conducir tu carro durante todo un día”, contestó Faetón.
“¿Qué? Claro que no te dejaré conducirlo, es una gran responsabilidad para ti, no podrás hacerlo”, exclamó Helios.
“Anda, no temas, que me andaré con mucho cuidado”, insistió el joven.
Después de meditarlo unos momentos, el dios terminó por cumplir la petición de su hijo, lo dejó conducir su espectacular carro de oro jalado por los más bellos caballos, le dio unas cuantas indicaciones, pues el carro de Helios era en extremo difícil de conducir de buena manera, ni siquiera el propio Zeus era capaz de hacerlo correctamente, Helios se esperaba lo peor.
Faetón salió disparado, debía de evitar que los caballos de desbocaran, pues causarían un tremendo caos en la tierra, y así sucedió, el joven no tuvo la fuerza ni los nervios para poder controlar a las bestias, el carro se alejó de la tierra y ésta se enfrió por completo, después, bajó demasiado y la tierra empezó a arder, sin querer, Faetón había quemado todo a su paso por el Medio Oriente y el norte de África, convirtiéndolos en interminables desiertos en donde antes hubo exuberante vegetación.
La piel de los etíopes había quedado negra gracias a Faetón, los bosques ardieron en llamas, el agua de los mares, ríos, arroyos y demás, comenzaron a hervir y muchos se secaron, las ninfas quedaron desoladas, su hogar se había esfumado, Gea quedó desnuda sin sus bellos árboles y ríos, Hades se sofocaba en el Inframundo donde hacía más calor de lo acostumbrado, y Poseidón padecía en agua hirviente.
Todos le suplicaban a Zeus que le diera remedio a la terrible situación, de otro modo, las consecuencias serían catastróficas, mucho peores de las que ya había, el rey de los dioses estaba indeciso, no sabía cómo iba a reaccionar Helios, finalmente lanzó un fulminante rayo que dio justo en el joven, el cual cayó al rio Erídano completamente calcinado.
Con la ayuda de la diosa Deméter, la vida volvió a florecer en la tierra, los árboles crecieron formando enormes bosques con ríos que desembocaban en el mar, todo había vuelto a la normalidad, pero no así el Medio Oriente y África, que aún poseen el clima árido y desértico provocado por Faetón.
Las ninfas del río Erídano le dieron sepultura al hijo de Helios quien le lloró a su primogénito durante todo un día, en aquella ocasión no hubo la abrazadora luz del Sol, propia del día, sino la oscuridad y el frío de la noche, porque el dios Helios no hizo su trabajo.
Sus hermanas helíades y su madre fueron hasta el río Erídano, acompañadas de Cicno, amigo inseparable del finado, todos lloraban durante el día y toda la noche por el joven, Zeus, apenado, convirtió a las helíades en álamos que estarían a las orillas del río y el amigo fue convertido en un cisne, emitiendo sonidos parecidos a lamentaciones y sin emprender el vuelo.
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